El semáforo de López Mateos en Guadalajara marcaba rojo cuando el Rolls-Royce Phantom de Canelo Álvarez se detuvo.

El boxeador venía de su gimnasio en Puerta de Hierro, ultimando detalles de su nuevo centro de entrenamiento. Mientras miraba la lluvia caer a través de los vidrios polarizados, un hombre empapado vendía chicles y limpiaba parabrisas entre los autos detenidos. Su ropa gastada y su caminar reflejaban una vida llena de dificultades.

Al acercarse al Rolls-Royce, el hombre agachó la cabeza, resignado a ser ignorado. “Ahorita no, gracias”, dijo Canelo con una seña de la mano. Pero algo en la mirada del desconocido lo hizo detenerse. Un recuerdo lejano lo golpeó: San Agustín, cuando vendía paletas con su carrito blanco.

Bajó el vidrio. “¡Oye, espérate!”. El hombre se giró lentamente. “Miguel… Miguel Ángel Ramírez, ¿neta eres tú?”. El desconocido retrocedió sorprendido; hacía años que nadie lo llamaba por su nombre completo. “¡No manches, Miguelito!”. La nostalgia se apoderó del boxeador. Miguel había sido su compa de la infancia, con quien vendía paletas en San Agustín.

“Súbete”, le dijo Canelo abriendo la puerta del lujoso auto. Miguel dudó, avergonzado por su apariencia. “Súbete, carnal. El carro vale madre ahorita”. Ya dentro, el contraste era impactante: la elegancia del Rolls-Royce hacía más evidente la precariedad de Miguel.

La historia de Miguel era un reflejo de muchas en México: su madre murió de cáncer, las deudas lo hundieron, intentó cruzar a Estados Unidos sin éxito y terminó en la calle. “Después de que te fuiste al boxeo, todo se puso bien cabrón”, confesó con voz apagada.

El carro llegó a un restaurante en Andares. Miguel dudó al ver el lugar elegante, pero Canelo lo tranquilizó. Mientras comían, recordaron los viejos tiempos, las carreras con los carritos de paletas y la bici prestada. Por primera vez en mucho tiempo, Miguel rió.

“¿Dónde duermes?”, preguntó Canelo. “A veces en un albergue, a veces donde caiga”. Sin dudarlo, el boxeador tomó su teléfono y empezó a hacer llamadas. Primera parada: un hotel en Plaza Andares. “Esto es por mientras. Mañana le entramos en chinga a arreglar tu vida”. Miguel, abrumado, apenas podía creer lo que pasaba. “Canelo, yo…”. “Nel, carnal, ni digas nada. En San Agustín todos nos cuidábamos”.

Al día siguiente, la primera parada fue una clínica en Zapopan. “Necesitamos checarte bien”, dijo Canelo. Los resultados confirmaron los estragos de la vida en la calle: desnutrición, problemas dentales, una rodilla mal soldada. Canelo agendó cada tratamiento en el Hospital Puerta de Hierro. “También hay que sacar tus papeles. Sin documentos, no puedes hacer ni madres”.

La siguiente parada fue una oficina en la Avenida Américas, donde ya los esperaba un licenciado. Miguel necesitaba su INE, RFC y todos los documentos para reinsertarse en la sociedad. Mientras avanzaban los trámites, Canelo ya pensaba en los siguientes pasos. No se trataba solo de darle dinero a Miguel; eso sería fácil, pero inútil a largo plazo.

En el Rolls-Royce, mirando las luces de Guadalajara, Canelo reflexionó sobre las vueltas de la vida. Recordó cuando vender paletas no era solo un trabajo, sino un estilo de vida, y cuando los sueños de éxito parecían inalcanzables. “A veces la vida te da otra oportunidad”, pensó. “Y a veces te toca a ti crearla para alguien más”.