Julio César Chávez, una leyenda viviente del boxeo mexicano, caminaba por el estacionamiento de una gasolinera en el norte de Culiacán.

Su presencia aún despertaba miradas, aunque en ocasiones se sentía como una sombra de aquel campeón que alguna vez fue. La vida le había enseñado duras lecciones y, a sus cincuenta y tantos años, había aprendido a valorar cada día como una nueva oportunidad.

Mientras llenaba el tanque de su camioneta, su mirada se posó en una joven empleada que limpiaba parabrisas con movimientos torpes pero decididos.

No fue su rostro cansado ni su uniforme desgastado lo que captó su atención, sino su evidente estado de embarazo. Su vientre pronunciado era un recordatorio de una vida por nacer, aunque las circunstancias no parecieran las más favorables.

Chávez sintió una punzada en el pecho. Aquel cuadro le evocó recuerdos de su madre, una mujer incansable que luchó sola para sacarlo adelante en medio de la pobreza. Ver a esa joven trabajando bajo el sol, con esfuerzo y dignidad, removió algo dentro de él.

Se acercó a la joven con naturalidad y le preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando en la gasolinera. Con un tono de voz algo tembloroso, ella respondió que unos seis meses. Luego, él señaló su vientre y preguntó cuánto le faltaba para dar a luz. La joven bajó la mirada y, tras un breve silencio, contestó: “Dos meses más o menos”.

Julio, conmovido, insistió: “¿Tienes a alguien que te ayude? ¿Tu familia? ¿El padre del bebé?”. La pregunta pareció tocar una fibra sensible, pues los ojos de la joven se llenaron de lágrimas contenidas. Sin mirarlo directamente, respondió en voz baja: “No, señor. Estoy sola”.

Esas palabras resonaron en la mente del exboxeador. Sabía lo que era la soledad, la lucha diaria, la incertidumbre del futuro. Sin pensarlo demasiado, sacó un billete de su cartera y se lo ofreció: “Toma esto para tu almuerzo”. La joven negó con la cabeza y, con dignidad, respondió: “Gracias, pero no puedo aceptar eso. Yo trabajo para ganarme lo mío”.

Julio insistió con firmeza: “No es una limosna, es una invitación a que te cuides. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por tu bebé”. La joven dudó por un instante, pero finalmente tomó el billete con manos temblorosas y susurró: “Gracias, de verdad”.

Esa noche, Chávez no pudo sacarse de la cabeza la imagen de la joven trabajadora. Sentado en su sala, observó los trofeos y cinturones que adornaban su pared, recordándole los momentos de gloria que había vivido. Sin embargo, también recordó los momentos de soledad, los errores cometidos, las batallas que libró fuera del ring.

Sabía que debía hacer algo más que solo darle un billete. Quería hacer una diferencia real en su vida. A la mañana siguiente, regresó a la gasolinera. Se estacionó en el mismo lugar y esperó. No tardó mucho en verla nuevamente, esta vez cargando una cubeta de agua mientras esquivaba el sol abrasador. Su uniforme parecía aún más desgastado y su rostro reflejaba el cansancio acumulado.

Cuando ella lo vio, pareció sorprendida. Julio bajó de su camioneta con una sonrisa amable y le dijo: “Tengo una propuesta para ti…”.